Una maldición

Una maldición

Martes 23 de febrero, 2010

Sin embargo, al reconocer que nadie es justificado por las obras que demanda la ley sino por la fe en Jesucristo, también nosotros hemos puesto nuestra fe en Cristo Jesús, para ser justificados por la fe en él y no por las obras de la ley; porque por estas nadie será justificado (Calatas 2: 16)

LA SEGUNDA CARACTERÍSTICA DE LA JUSTIFICACIÓN por la fe, es que es por la fe sola; es decir, solo por fe. Este es uno de los postulados de la Reforma protestante del siglo XVI. Al estudiar la Epístola a los Romanos, Martín Lutero llegó a la conclusión de que la justificación se obtiene solo por la fe. Al margen de la palabra fe del texto «el justo vivirá por la fe», escribió la palabra «sola». Llegó al convencimiento personal de que somos justificados solo por la fe. Si recordamos lo que hemos estado considerando acerca del significado bíblico de la fe, diriamos que somos justificados solamente por la fe en Cristo, y nada más. Frecuentemente, en los escritos de Pablo se opone la justificación por la fe con la justificación por las obras, o, como él lo dice, por las obras de la ley: «Porque sostenemos que todos somos justificados por la fe, y no por las obras que la ley exige» (Rom. 3: 28). «Porque por gracia ustedes han sido salvados mediante la fe; esto no procede de ustedes, sino que es el regalo de Dios, no por obras, para que nadie se jacte» (Efe. 2: 8, 9). Para Pablo, decir que la justificación se podía obtener por las obras de la ley, es decir, obras meritorias, era una violación del evangelio. Esta violación o distorsión del evangelio involucra varios riesgos muy serios: el que concluya que la justificación se puede conseguir por obras meritorias, recibe una maldición de Dios. «Pero aun si alguno de nosotros o un ángel del cielo les predicara un evangelio distinto del que les hemos predicado, ¡que caiga bajo maldición! Como ya lo hemos dicho, ahora lo repito: si alguien les anda predicando un evangelio distinto del que recibieron, ¡que caiga bajo maldición!» (Gal. 1: 8, 9).

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